martes, 29 de noviembre de 2011

Un buen tipo

-    ¿La viste salir? No la consigo localizar. Tiene el móvil desconectado.
-    Diría que se fue al principio de la noche. Parecía cansada. Ya sabes cómo son estos meetings de empresa. El director regional la está presionando mucho.
-   No, seguro que no se fue sola. Me la está pegando otra vez. Menuda zorra. Joder. No sé quién coño me mandaba liarme así… John, joder, tú sí que eres un amigo. Ya te lo he dicho más de una vez esta noche. Joder, sí, eres un buen tipo…
-   Muy bien, George. Ahora cuelga el teléfono, termínate el trago e intenta dormir un poco. Mañana lo verás todo con más perspectiva. 
Es una persona agradable, sobretodo cuando no bebe. Nos hemos hecho amigos con los años. Pertenece al departamento que queda justo al final del pasillo, se encarga del servicio post-venta para la costa este. En el trabajo solemos coincidir tres o cuatro veces al día, además de las reuniones semanales de los lunes por la mañana. Cada viernes quedamos para jugar a squash.
La semana pasada preparamos una barbacoa con las familias. Helen estaba eufórica, no paraba de hablar. Su hija mayor, Isabela, ha hecho muy buenas migas con nuestro Tom, me decía entusiasmada, ya de vuelta a casa. Tenemos que repetirlo, podríamos invitarlos para Pascua, seguía insistiendo. Su mujer está encantada, me ha confesado que aún no se podía creer la suerte que había tenido al encontrar un hombre así, sentenció, mientras yo peleaba con el mando para abrir la puerta del garaje.
Ha estado toda la fiesta inquieto. Llevaba toda la semana preparando esta noche especial, según él mismo me había dicho. Está loco por ella. Se le nota. Tras una hora, ya se había bebido tres whiskies. Sin hielo. Ni nada. Conversamos toda la noche. Bueno, él hablaba. Realmente se había colgado de esa chica, aunque ella estaba jugando con él, destrozándole el corazón, me confesó con un acento gangoso producto del alcohol. A mí me daba un poco de pena, la verdad.
-    Está un poco preocupado. Eso me ha parecido. Sí, lo está.
-    ¿Crees que se huele algo? ¿Te dijo algo que te lo hiciera pensar?
-   No, para nada. En el fondo, no tiene malicia. Además, estaba demasiado borracho, el pobre.  
-   Bueno, desconecta el teléfono de una vez y vuelve a la cama. Me ha costado tanto escabullirme sin que me viera… venga, llevo demasiado esperando sola en la habitación mientras le dabas conversación… ¿sabes? tiene razón, eres un buen tipo.

Hermanita

Todo en mi vida había sido completamente normal hasta aquel día. Normal hasta rozar lo aburrido, lo rutinario. Pero nunca me había importado. Hasta ahora.
En este mismo instante desearía haber hecho algo para evitar lo que ocurrió entonces.
Aquel horrible día que había empezado como tantos otros, pero que había acabado siendo el peor de cuantos había vivido.
Porque ese día comenzó todo.
Lo primero que recuerdo fue que, mientras estaba en el instituto, mi madre llamó para decir que tenía que ausentarme.
Al parecer, mi hermana pequeña no tenía colegio y la habían avisado en el último momento. Así que no tenía más remedio que llevarme a mí a casa para cuidarla. No era que a mí me importara (mejor si me perdía clase, por supuesto) pero la idea de tener que cargar con mi hermanita de cuatro años en plena etapa pesada el resto de la mañana no me alegraba lo más mínimo.
Además, tenía un mal presentimiento.
No le di mucha importancia, pero a partir de aquel día cada vez que tengo uno, le presto toda mi atención, porque aquel día no lo hice. Y todos los errores que cometí se me han quedado para siempre en la memoria.
Por su expresión, pareció que a mi madre no le hizo mucha gracia llevarme, seguramente porque no le debía parecer bien que me perdiera clase, y se sentía culpable. Me dejó en el portal.
- Por cierto- me dijo antes de que cerrara la puerta- cierra la puerta con llave, cuida de María, parece que hoy estaba más activa que de costumbre y se ha enfadado cuando la he dejado sola hace un rato, por mucho que le dije que ibas a venir tú.
Asentí con la cabeza, sin prestar mucha atención a sus palabras.
Notando como el mal presentimiento ardía en mi cabeza, saqué lo más rápido que pude las llaves del portal y subí a toda velocidad las escaleras, con el temor asomando a mi garganta.
¿Qué me pasaba? ¿Por qué aquel miedo, aquella necesidad de encontrar a mi hermana pequeña? ¿Acaso le hubiera podido pasar algo?
Abrí la puerta de mi casa con mucha brusquedad y me apresuré a buscar a la niña de cuatro años.
"Cuatro años y sola en casa" pensé "Esto no debería haberse hecho".
Salí disparada hacia su habitación, que era donde se suponía que tenía que estar, pero, para mi desesperación, no la encontré.
Miré en el baño, en el cuarto de mis padres, incluso en el mío propio, pero no la encontraba.
Seguí buscando, tremendamente alterada y profundamente preocupada, por toda la casa
Hasta que abrí la puerta de la cocina.
Nunca olvidaré esa escena, porque se quedó grabada en mi cabeza tan nítidamente que aún hoy es como si la viera, como si la tuviera justo delante de mis ojos.
Mi hermana estaba sentada en el suelo, frente a mí, pero no parecía percatarse de mi presencia. Tenía los ojos totalmente ausentes, y miraba sin mucha atención un cuchillo ensangrentado que tenía en su manita.
Solté una exclamación de horror cuando vi que la sangre del cuchillo pertenecía a un pequeño bulto peludo que yacía en el suelo, junto a María.
Corrí hacia ella y le arrebaté el cuchillo de la mano, con urgencia.
- ¿¡Se puede saber qué has hecho!?- le chillé, horrorizada.
Ella no dijo nada. Simplemente se me quedó mirando con ojos ausentes.
Miré el bulto ensangrentado que había a su lado, sobrecogida. Parecía un ratón, pero estaba tan lleno de cortes que no lo habría podido afirmar con exactitud.
De pronto, mi hermana pareció despertar del trance.
- Hola, hermanita- dijo con esa voz tan aguda e infantil que tenía. Sonrió, entornando los ojos, visiblemente feliz.
Aún temblando de pánico, alcé a María y la subí a la mesa de la cocina.
- María… ¿qué estabas haciendo?
Mi hermana ladeó la cabeza, sin comprender.
- Jugar.
Empecé a hiperventilar de puro nerviosismo.
¿Mi hermana había matado… había acuchillado a aquel animal? ¿Era consciente de lo que hacía? ¿Qué debía hacer yo?
- ¿Le has hecho tú eso?- mi voz tembló al pronunciar la pregunta, mientras lo señalaba, sin mirarlo.
La mirada de mi hermana se posó en el bulto peludo, y su expresión cambió de alegre a enfadada. Luego se tornó sombría, cosa que contrastaba totalmente con su carita de niña pequeña.
- No quería jugar conmigo- musitó, mirando al ratón acuchillado.
- ¿¡Y por eso lo mataste!? ¡Dios mío María, pero qué has hecho!- seguí chillando yo.
Me puse a dar vueltas por la habitación, histérica.
- Estaba jugando- repitió mi hermana pequeña, pero su voz sonó muy lejos en mi cabeza.
Seguí reflexionando.
Aquello no se lo podía decir a mis padres. No lo creerían, o, lo que es peor, si lo hacían mandarían a María a un manicomio, o sabe Dios qué sitio horrible.
Y no le podían hacer eso. Era una niña pequeña, por el amor de Dios.
Paré de dar vueltas y me puse cara a cara con mi hermana.
Le puse las manos en los hombros.
- María, este será nuestro secreto ¿de acuerdo? Lo del ratón, el cuchillo y la sangre- tragué saliva al ver la cara de impasibilidad de la niña- y no quiero que lo vuelvas a hacer nunca, nunca más, ¿entendido?
Coloqué ambas manos alrededor de su cara, haciendo que se le marcaran las mejillas, para recordar que seguía siendo mi hermanita. Asintió lentamente, aún sonriente.
Acto seguido, metí al ratón muerto en una bolsa de basura, junto con el cuchillo y el vestido que llevaba mi hermana, que también estaba ensangrentado.
Ya inventaría alguna excusa para justificar su desaparición.
Después de bajar a tirar la bolsa al contenedor que estaba al lado de mi portal, subí rápidamente (con miedo de que mi hermana hiciera otra barbaridad semejante) y fregué enérgicamente los restos de sangre, después de darle otro vestido a mi hermana para que se lo pusiera.
Luego tiré el agua de fregar al desagüe y lavé concienzudamente la fregona.
No dejé ni una sola pista.
Desde aquel día, todo empezó a cambiar. A ido a peor, pero a mucho peor. Mi hermana ha cometido muchos delitos, asesinatos, crímenes, como queráis llamarlos.
Ha matado a gente. La ha matado de verdad.
¿Cómo imaginarse que una niña tan pequeña, podría llegar a ser alguien así? ¿Cómo pararlo? ¿Cómo recuperar a tu hermanita?
Y nadie me cree. Nadie. No se cómo lo hace María, siempre que mata a alguien, se lo oculta a todo el mundo, menos a mí.
A mí me lo muestra siempre. Para que esas imágenes se me queden grabadas a fuego en la mente. Para que sufra por el dolor que ella está causando.
A los demás se lo oculta. Oh, sí, se lo oculta muy bien. Nadie desconfía de ella. Sigue pareciendo tan joven, a sus dieciocho años, tan inocente…
Pero yo se que no es verdad. Yo se que por dentro es malvada, que tiene ansias de sangre, más que cualquier otra persona.
Al principio la había intentado ayudar. Cada vez que venía a contármelo, parecía arrepentida, y yo la consolaba, la animaba a cambiar, a reformarse. Al fin y al cabo era mi hermana, y la quería. La quería muchísimo, porque el amor fraternal es algo que no desaparece nunca, se haga lo que se haga.
Pero al cabo de un tiempo había dejado de arrepentirse. Decía que era parte de su forma de ser, que no iba a ir en contra de su naturaleza. Todos los días discutíamos y, aún así, al día siguiente volvía a presentarse en mi casa como si nada hubiese pasado, para contarme otra de sus atrocidades.
Y no paro de preguntarme por qué aquel día, aquel fatídico día, les oculté lo del ratón a mis padres. A lo mejor, si la hubiesen visto, si me hubiesen creído, si hubiesen tenido pruebas… hubiesen mandado a María a un especialista, y habrían salvado su alma.
Ahora su alma no tiene remedio. Ya no. La ha condenado a base de muertes.
Mataba a gente que no quería complacerla. Mataba a gente que ni siquiera conocía, pero parecía molestarla. Mataba a gente cuando se aburría.
No tenía control. Parecía disfrutar haciendo que el corazón de una persona dejase de palpitar.
Y entonces, cuando cometía un asesinato, venía corriendo a decírmelo, a confesármelo, con una sonrisa maliciosa en los labios.
Como, cuando tenía cuatro o cinco años, me traía orgullosa los dibujos que había hecho.
Para ella siempre he sido su confidente, su querida hermana.
Cuanto me hubiese gustado no serlo. Cuanto me hubiese gustado que no me lo contara todo.
Y ahora estoy aquí, encerrada en este sitio tan oscuro, sin nadie que me crea.
Sin ventanas, con las paredes más blancas que hubiese podido imaginar.
Parecía que los pensamientos no podían salir de aquel cuarto, que no había un mundo exterior esperando por mí.
Por las pocas visitas que recibía, parecía que ni mi madre se atrevía a estar cerca de mí. Ni mis amigos, ni mi familia venían a verme y eso me destrozaba por dentro y hacía que tuviera que gritar. Simplemente gritar.
Mientras tanto, ella era la más querida, era admirada por todos por su bellezay su bondad.
Yo escupía en su bondad.
Lo único importante es que ella era culpable y estaba ahí fuera y yo era inocente y estaba aquí dentro.
Y todo por su culpa.
Me ha arrebatado mi vida, como si fuese la vida de una de las personas a las que ha acuchillado, sin piedad, sin compasión.
Y decía que me quería. Desde aquel día no había parado de llamarme “hermanita”, y parecía hasta que había dulzura en su voz.
Todo mentira, Muchas mentiras que se encadenaban unas a otras formando un embuste horrible, que hacía que me ardiera de dolor el corazón.
En ese momento, oí unos golpes en la puerta. Miré instintivamente hacia el cacho de madera a través del que iba a entrar alguien al que conocía muy bien. Venía todos los días, a llevarme hacia el sufrimiento, una y otra vez.
- Carol, es hora de la terapia- anunció el hombre, con esa sonrisa tan falsa, que yo tanto odiaba.
- Es todo por su culpa- musité, con voz temblorosa.
- No empieces otra vez, Carol. Sabes perfectamente que tu hermana no es una asesina- dijo avanzando hacia mí, con intención de llevarme a la fuerza.
Me acurruqué lo más alejada que pude de él.
- ¡Sí que lo es!- le chillé, con los ojos desorbitados- ¡Mató a todas esas personas! ¡Yo lo vi! ¡Ella me lo mostró!
- Carol, tu hermana es una buena persona, y te quiere mucho. Te viene a visitar cada semana, ¿recuerdas? Te quiere, y está preocupada por ti.
- ¡Mentiras! ¡Todo mentiras! Y farsas… ¡para parecer inocente, buena! ¡Para que nadie me crea y me quede aquí para siempre, mientras ella vive su vida acabando con la de otras personas!- me desgañité.
- No voy a discutir más, Carol, te llevo a la terapia- sentenció él, y me cogió por la fuerza con aquellos brazos musculosos que yo tanto detestaba.
Yo no podía hacer nada para zafarme, puesto que la camisa que llevaba me inmovilizaba los brazos, así que me dejé llevar, con las lágrimas resbalando por mis mejillas.
Y, cuando salimos de mi habitación, allí estaba. Sus ojos castaños me miraban directamente, con sorna, divertidos. Su postura despreocupada, o quizá su mera presencia, hizo que perdiera los estribos.
- ¡Fuera! ¡Lárgate de aquí!- grité con todas mis fuerzas, intentando retroceder de nuevo- ¡Fuera! ¡Fuera…!
No pude decir nada más. De repente, un pinchazo en el cuello, y todo se volvió borroso. Me desplomé en el suelo, inconsciente.



miércoles, 16 de noviembre de 2011

Natillas con chips ahoy

No recuerdo cuánto tiempo llevo aquí. Cruzaba la calle, y, al instante siguiente, viajaba bajo tierra. Cosa del todo improbable, ya que el metropolitano no se construyó en esa parte de la ciudad hasta muchas décadas después. Me desperté con una voz agradable y algo metálica, que anunciaba algo de un final de línea, en Cornellá Centro.
Dios sabe que lo intento, pero no entiendo esta ciudad, descreída y materialista. Tampoco la voluntad del todopoderoso, que aquí me retiene. Al principio, creía que era su objetivo que yo mismo acabara mi obra más ambiciosa, mi tributo a nuestro Señor. Sin embargo, de forma inexplicable, se me retiró de la dirección del proyecto, por cierto, aún inacabado, sin duda, por la tacañería de mis conciudadanos.
Cuarenta y cinco veces. Unas pocas por descuido, la mayor parte, Dios me perdone, porque no podía aguantar más el tiempo que me ha tocado vivir. Al principio, practicaba con esos monstruos estridentes y rojos, ya no llamados trolebuses, porque no funcionan por cables aéreos, sino gracias a esos tubos apestosos que sobresalen de su parte posterior. Luego, lo intentaba con los trenes subterráneos, de pie, erguido, en las vías. Todas las veces, justo en el momento en que sus faros parecían impactar en mi blanda piel, me despertaba en algún rincón de esta ciudad, extraña para mí.
Estos intentos no son ajenos a la visión que, cada día, tengo de éste, el que un día fue mi lugar. Edificios horrendos, rectas y ateas líneas decoran las manzanas de Sardá, que en paz descanse. No hay vida, ni naturaleza, todo es gris. Sólo alguna edificación, entre tanta sordidez, alegra mi vieja y deteriorada vista. Cuando la tristeza inunda mi ser, suelo amontonarme en la cola con los turistas en la Casa Milá, recordando épocas mejores.
La mayor parte del tiempo lo dedico a los rezos que, invariablemente, llevo a cabo cada día, en diferentes templos de la ciudad. También disfruto de algunos buenos ratos siguiendo al Barcelona Club de Football, del cual soy socio desde hace unos años. Estoy convencido que, fruto de mis ruegos, son la última Champions y, desde luego, las filigranas de Messi.
Luego, ya tarde, desde mi minúsculo piso de renta antigua de la calle Mallorca con Cerdeña, observo, noche tras noche, cómo evoluciona mi obra. Desvelado, me dirijo, guiado por la tenue luz del candil, a mi destartalado dormitorio. Después de los obligados rezos nocturnos al pie de la cama, acepto unos cuantos amigos en Facebook e introduzco un nuevo post en mi blog, mientras engullo, como siempre, una natilla con chips ahoy.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Urquinaona, línea uno

Hostafrancs. Quedan seis paradas. Desde Mercat Nou tengo algo en el estómago, algo así como una serpiente, como ésas que salen en los documentales de después de comer. Repta, repta. En Espanya querrá salir por la boca. Cambio de posición, el peso en la otra pierna. La mochila, mejor en el suelo. A estas horas es difícil acomodarse ni siquiera de pie.
Me enteré ayer. Llevaba casi una semana intentando no pensar, alargándolo, dejándolo de lado. Pero ayer sí. Lo hice sola, no tenía valor para contárselo a nadie, tampoco a mi mejor amiga. Mamá me dio diez euros, para comprar un libro de inglés, le dije. Siete con cuarenta y nueve euros, en la farmacia de Rambla Marina. Con los dos con cincuenta y uno arrasé en la tienda de chuches.
Nunca aciertan con la temperatura por estas fechas. No es suficiente frío para seguir con la calefacción. Aún poco calor para poner ya el aire acondicionado. En concreto, a las ocho y treinta y nueve de la mañana, con el vagón al límite de su capacidad, el calor se hace insoportable. O así lo noto yo. Puede que sean las hormonas. Eso estudié en Ciencias Naturales, se ve que afecta nuestro termostato.
Ahí iba yo, con mis regalices, mis espirales y mis ladrillos de gominola en la mano, en su bolsa de plástico. Lo otro no, lo llevaba guardado en la mochila. Me había preocupado por comprarlo en una farmacia que estuviera lejos de casa, por el barrio, pero que no conocieran a mi madre. En el mostrador, me habían mirado con ojos de asombro, seguro que aún me estarían juzgando, comentándolo con el resto de clientes. Mi madre no llegaría hasta las siete o así. Ya en casa, en el lavabo, finalmente salió el chorro. Engullí los ladrillos que me quedaban mientras esperaba sentada en el sofá. El sabor se mezclaba con las lágrimas que entraban en mi boca. Odio esperar.
Noto cómo quiere salir. Está en la garganta. Trago saliva. Rocafort. No me había dado cuenta, pero tenía los ojos cerrados. Al abrirlos, veo cómo una mujer me mira fijamente. Estoy a punto de decirle que se lea un libro o el 20 minutos o las chorradas que lean las mujeres mayores. No me imagino así con treinta años. Espero ser más discreta. Le dedico una de mis miradas asesinas. Ya está, baja la mirada. Vuelvo a cerrar los ojos.
No sé cómo se lo plantearé. No he podido dormir en toda la noche. Habíamos quedado que no sería nada serio. Un rollito. Bueno, él había quedado en eso. Creo que también está liado con la pelandrusca ésa de su clase. Seguro que ella le hace todas las guarradas que le pide. Qué asco. Con sólo pensarlo asoma por la boca. Lucho con mi lengua, venga, va, para abajo, vuelve a tu madriguera. Mucho mejor, no salgas de ahí. Catalunya.
Mi madre que si estoy un poco rara, que si llevo unas semanas ausente. Pienso en ella y vuelve a subir. Arrastrándose por el esófago. Más que unas semanas, este trimestre no sé qué te pasa, mi niña. Una chica como yo. Buena estudiante. Y ahora, sólo tres notables, ningún excelente. ¿Es por lo de ese chico mayor? No sé cómo se ha enterado. Supongo que las madres lo saben todo. Traga, traga, bien, otra vez para abajo.
Abro los ojos. Se oye el pitido de aviso cuando se cierran las puertas. Próxima parada, Arc de Triomf. Mierda. Me he pasado de parada. Bueno, ya daré la vuelta. O mejor, me bajo y camino un rato. A lo mejor quiere ser mi chico. Sólo mío, quiero decir. ¿Y qué hacemos con el tema? Sólo pensarlo, vuelve a retorcerse. Por más que lo intento, el estómago se le queda pequeño, y sube, sube.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Tres, seis, nueve...

Doce, quince, dieciocho, veintiuno, … había cogido mucha práctica con los años. Lo cierto es que, de dos en dos, siempre le había sido más fácil que de tres en tres, sobre todo de niña. Ahora tenía un nivel experto que hubiera dejado boquiabierto a cualquier catedrático de Psicología Básica. Era capaz de contar hasta de dieciocho en dieciocho, en un trayecto de unos diez minutos, a unos sesenta por hora. Mientras seguía con las manos agarradas fuertemente al volante, los dientes le rechinaban. Lo peor eran las líneas continuas, interrumpían el proceso.
Papá no siempre había estado todo lo simpático que una niña podría desear. Entonces, más que las líneas discontinuas de la carretera, contaba cosas que estuvieran a su alcance. Las baldosas del baño. Los libros de los estantes de la biblioteca. Las ventanas de los edificios. Cualquier cosa que hiciera que él no se desabrochara el cinturón. Si se equivocaba, si se descontaba, una sensación de terror invadía todo su ser. Entonces, sabía que por la noche podía esperar lo peor. Si acertaba, seguramente también. La estadística era demoledora.
Sabía que cuanto más nerviosa estaba, más aceleraba iba. Su cabeza. Por fuera, todo parecía en calma, con sus gestos calculados y sus movimientos milimetrados. En el trabajo, su jefe no parecía sospechar nada en absoluto. Ni sus compañeros, aunque algunos la miraban extrañados cuando se quedaba con la mirada fija en la cinta transportadora de envasado. 
Nunca se le hubiera ocurrido explicárselo a nadie de su entorno. Especialmente a su marido. Era su más terrible secreto. Intuía que el pequeño ya lo había empezado a hacer. Tenía ocho y desde hacía aproximadamente un año, cuando lo llevaba al colegio, podía leer en sus labios, mirando hacia al suelo, uno, dos, tres, … de momento, de uno en uno. La mayor no había sido tan precoz. Hasta los nueve o diez años, diría, no había empezado.
Ella, por si acaso, seguía contando. Como ellos. Los tres tenían la esperanza que él, al llegar a casa, estuviera más simpático que el día anterior. La estadística jugaba en su contra.

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